La chica los tenía locos a todos. Morocha,
petisa, su carita entre angelical y picarona generaba los deseos de todos los
hombres del grupo de amigos. Uno de éstos, un rubio, en tanto, parecía ser el
preferido de la chica, que en una ocasión se acercó a hablarle. Le mencionó
algo así como que “los hombres de ese lugar eran todos desubicados, que le
tocaban el culo” y demás yerbas. Además, ya cuando en la conversación estaba
metida una amiga suya, le señalaron un parecido con un personaje de un reality
show del momento, aunque aclarándole que él “era más lindo”. Sintiéndose un
ganador, el chico se dirigió a uno de sus amigos y, hablándole al oído (su voz
no era fuerte y la música, en cambio, estaba a un volumen alto), le dijo “Los
grandes somos así”. Claro, este amigo era uno de los que más había verbalizado
su sentimiento por la chica. El amigo no contestó nada. La noche se fue, más
adelante, entre intentos del rubio por sacarle, aunque fuera, un poco de
conversación. La dificultad estaba en su falta de ideas, algo que en los años
por venir sería casi una constante en todas sus interacciones con mujeres en
situación de levante. Pero nada le quitaría la ilusión al rubio, salvo el
tiempo y -finalmente- la conclusión de la noche.
Diez años
después, la suerte de ambos hombres es diametralmente opuesta. Uno de ellos (el
amigo del rubio) se puso de novio, terminó su relación y actualmente está en
pareja con otra mujer; en los períodos de soltería, su éxito con las mujeres
fue envidiable y legendario entre su grupo de amigos y algo más. El rubio, por
su parte, fue la antítesis: sus éxitos, si existieron, fueron muy esporádicos
y, al día de hoy, no logró conformar una pareja –nobleza obliga, tuvo en
tiempos recientes unas cuantas oportunidades de hacerlo, pero todas terminaron
en nada.
Por qué escribimos
jueves, 8 de marzo de 2018
viernes, 8 de septiembre de 2017
Patito, patito, ¿dónde andarás?
Tengo 150 (mg/dl) de “colesterol malo”. Eso quiere decir que
cada cierta cantidad de tiempo, 150 miligramos de colesterol
son lanzados a mis arterias con el objetivo de llegar a las células.
Es obvio que todo sistema de transporte tiene fallas, así que
es esperable que una parte de esos 150 miligramos se pierda en el
camino. Pero, en ese caso, ¿a dónde van a parar?
Buena pregunta, sobre todo porque abunda la literatura médica que nos
dice que estos miligramos que se quedan en el camino van a parar a las arterias
y son causante de múltiples trastornos, algunos de ellos fatales. Pero, salvo
que el fallo sea muy catastrófico, nosotros ni nos damos cuenta de que esto está
ocurriendo bajo nuestra piel y seguramente, si causa consecuencias, ni pensemos
en esto.
Un poco más traumáticas son otras pérdidas. Por ejemplo, cuando uno
llega al aeropuerto, después de un vuelo largo o bien de uno que haya tenido
muchas conexiones, y va a la cinta de retiro de equipaje. Ve pasar las valijas,
ve cómo algunas personas al descubrir las suyas las levantan, pasan, pasan… ¿Y
la mía? “Ya va a llegar”, se dice uno, como consuelo. Después de todo, si todos
reciben sus valijas en algún momento, a uno más tarde o más temprano le llegará
el momento. Pero pasa el tiempo, cada vez ralean más las valijas, es más, uno
vuelve a ver que pasan algunas que ya habían pasado (porque el sistema, huelga
decirlo, es un ciclo), pero la propia… ni señales. Lo que sigue son reclamos,
más o menos airados, oferta de hotel hasta que llegue la valija, etcétera,
etcétera. Pero el tiempo perdido y la angustia vivida no se retribuyen. Al
menos, está el consuelo de que ya pasó. No es algo muy común, por suerte. En
2015 se perdieron, según una estimación de una revista californiana, 6,53
valijas cada 1000 pasajeros. A las aerolíneas les cuesta, igual, un billete: en ese mismo año las
compensaciones fueron de alrededor de 2.300 millones de dólares. Un vuelto.
No solamente tenemos que hablar de equipajes de viaje. Las cargas de
mercadería, o de producción industrial o agrícola, también están sujetas a
pérdidas o, lo que puede ser más o menos común según el lugar, a robos. En el
transporte por tren, por camión o incluso por avión siempre existe el riesgo
(aunque es mayor en los dos primeros medios de transporte, por moverse en
tierra) de accidente o asalto. Piénsese en el Gran Robo al Tren. El 7 de agosto
de 1963, un tren postal (era 1963, aún no había e-mail. Sí, hace unos años se
hacían así las cosas) partió desde Glasgow (Escocia) con destino a Londres
(Inglaterra), transportando, además de las usuales cartas y encomiendas, envíos
certificados de dinero (una especie de remesas) por valor de varios millones de
libras esterlinas. El maquinista frenó en una señal que le impedía el paso.
Inmediatamente fue atacado por ladrones, que luego de ponerlo fuera de combate
se dedicaron a saquear el vagón de los envíos certificados. Al llegar a Londres
el tren, se descubrió que los ladrones se habían llevado 2,6 millones de libras.
¿Algo más? El maquinista sólo pudo trabajar durante dos años más debido a las
heridas recibidas, y varios de los condenados por el robo escaparon poco
después de ser sentenciados a distintos países. La plata, huelga decirlo, ni apareció.
Placa ubicada en el puente donde se perpetró
el robo al tren. A juzgar por el texto, parece
que aún tienen miedo de que vuelva a pasar
algo ahí.
|
Aunque hay veces que los objetos perdidos, aunque al dueño le
representen -sin duda- una pérdida, pueden ofrecer una enorme oportunidad, en
los ojos de algunos iluminados que los saben aprovechar. ¿Puede haber utilidad
en unos cuantos objetos perdidos?
Esta es la historia. En enero de 1992 salió un barco cargado, entre
otras cosas, de patitos de plástico. Sí, unos simpáticos animalitos,
seguramente destinados a niños yanquis por el destino que llevaba la nave
(Tacoma, EE.UU.). Cruzando el Pacífico tras haber zarpado de China, una
tormenta los sorprendió en alta mar. El barco se salvó, pero al hacer el
recuento de los contenedores se vio que faltaban algunos, que se habían caído
por la borda. ¿El veredicto? Pérdida de contenedores por la tormenta. Se
pagaron las indemnizaciones correspondientes y a otra cosa. No pasó de ser un
caso contemplado en las cláusulas penales del contrato.
Estos eran los juguetes transportados, que se quería
enviar a EE.UU. Al final llegaron, aunque acaso
de una forma poco convencional...
|
Peeero…
El incidente atrajo la atención de dos oceanógrafos estadounidenses, que
de inmediato se dieron cuenta de la oportunidad que se les presentaba. Ellos ya
venían estudiando las corrientes oceánicas e intentando crear un modelo de las
corrientes superficiales. Y hasta el momento se conocía un método: el clásico método de las botellas al mar. Palabras
más, palabras menos, sea este el nombre exacto o no, la idea era lanzar al mar
una cantidad de botellas (cerradas, con aire adentro, para que no se hundieran)
en un punto y esperar a que aparecieran en otros puntos, en general sobre la
costa. Habitualmente se lanzan entre 300 y 1000 botellas. Y en este caso
contaban con casi 30.000 “botellas”!
Los patitos comenzaron a aparecer, primero en las costas de Alaska,
donde los estudiosos, apenas tomaron conocimiento de la situación, ordenaron
que se vigilara toda la costa del estado para detectar si aparecían patitos.
Más tarde, algunos se encontraron en las costas del oeste de EE.UU. Todos estos
hallazgos fueron contrastados con los resultados arrojados por el modelo que ya
se tenía de las corrientes, y la realidad es que se descubrió que el modelo era
muy exacto.
¿Y el resto de los patitos? Mediante el modelo existente, se conjeturó
que podrían haber derivado hacia el Ártico, donde, atravesando la capa de hielo
(en realidad, quedando atrapados en éste y moviéndose con él), aparecerían en
el Atlántico Norte. Y así fue! Entre 2003 y 2004 empezaron a aparecer estos
simpáticos juguetitos en las costas de
Canadá e Islandia. Y en 2007 empezaron a
aparecer en las costas de Inglaterra. La gran mayoría, empero, no aparecieron.
Uno de los patitos, hallado en la costa de Alaska. |
De todos modos, los científicos ya tenían suficiente información para
corregir su modelo matemático, que de todos modos ya había demostrado bastante
exactitud (por ejemplo, prediciendo el cruce del Ártico). Así, estos inocentes
juguetes que un día de 1990 desaparecieron durante una tormenta en altamar
ayudaron a comprender el movimiento de las aguas superficiales oceánicas en el
Pacífico y Atlántico Norte.
Hubo más para los patitos: fueron protagonistas de cuentos para chicos,
Disney hizo una película basada (libremente) en su historia y hasta se publicó
una suerte de autobiografía (“Moby-Duck:
The True Story of 28,800 Bath Toys Lost at Sea and of the Beachcombers,
Oceanographers, Environmentalists, and Fools, Including the Author, Who Went in
Search of Them”, vendido en EE.UU. y el Reino Unido) incluyendo entrevistas
con los oceanógrafos que los usaron para su investigación.
Y para cerrar la nota, la respuesta a la pregunta del inserto. Nuestro cuerpo tiene implementado un sistema para que parte de ese colesterol perdido (junto con otras cosas) sea recuperado. De esta manera, todo se mantiene en un equilibrio, y quizás aparezca, en algún momento y en algún lugar, un grupo de médicos que puedan usar esto para descubrir algo sorprendente que no conocíamos.
domingo, 8 de enero de 2017
Nombrecitos, nombrecitos...
Imaginémoslo así. ¿Qué pasa cuando a uno le piden un nombre para alguien? Por ejemplo, cuando se trata de elegir nombre para un hijo o hija. Se busca un listado de nombres con sus significados y ahí van, el padre y la madre (o quien el toque elegir el nombre) buscando significados, viendo qué nombre les gusta más, hasta que finalmente aparece el nombre para el recién nacido.
Esto no suele ser un proceso simple. Porque el nombre será algo que al niño, luego adulto, lo acompañará toda la vida. Entonces, es esperable que se le preste la mayor atención posible. Al final, el destinatario de cualquier consecuencia surgida a partir de su nombre, será el que lo porte, no el que lo eligió.
Ahora, imaginemos que este proceso lo tenemos que repetir no una, sino varias veces. Ni siquiera hablemos de tener que bautizar mellizos o trillizos, que ya es un trabajo formidable, sino que tenemos que buscar decenas de nombres. Y ya no sólo para satisfacer la necesidad de que una persona lleve un nombre decente sino pensando en que la mayoría de la gente opine eso. Es decir, pensando en la opinión pública. O, simplemente, en hacer los homenajes correctos, o condicionados por características geográficas u otras. ¿En qué caso es necesario hacer esto? Sí, seguramente haya adivinado.
En la elección de los nombres de las calles.
Claro, algunos nombres son fáciles de poner. San Martín, Mitre, Sarmiento, Belgrano, y en general los nombres de próceres argentinos son nombres que se repiten en la gran mayoría de los pueblos y ciudades de nuestro país. Otros nombres, como Rivadavia, Roca, Perón (tanto JD como Eva), Sáenz Peña, Alvear, Saavedra o Avellaneda son menos comunes, pero también se repiten bastante. Es decir que hay una lista más o menos larga de números puestos, nombres que van a aparecer siempre o casi siempre.
Cuando se acaban éstos (cosa que pasa siempre, porque las ciudades suelen tener mucho más que unas pocas calles), se suele seguir por personalidades importantes pero no tan conocidas, como miembros del Cabildo de 1810, políticos prominentes en algún momento histórico, militares (muy común en Argentina), nombres de provincias, batallas, fechas patrias (9 de julio y 25 de mayo a la cabeza). E incluso personas importantes a nivel local: intendentes, dueños de campos, etc. Por ejemplo, en San Lorenzo (cerca de Rosario), las dos avenidas principales (paralelas entre sí) se llaman San Martín y Sargento Cabral. No es poco común que en ciudades del interior las avenidas principales estén dedicadas a los fundadores de dichas ciudades. Como se ve, hay una gran fuente de posibilidades para el que las necesite.
Obviamente, todo esto no tiene validez si se ha optado por la singular y siempre salvadora
(en estos términos) idea de numerar las calles. Los números son infinitos, así que no hay problema. Ni siquiera se necesita recurrir a negativos, decimales ni nada.
Pero esta ciudad tiene calles nombradas, y resulta que los ejemplos de nombres del párrafo anterior se acabaron, y aún hay calles que nombrar. Peor aún: una ciudad se expandió y se abrieron nuevas calles que, lógico, hay que bautizar. ¿Qué hacemos?, dicen los horrorizados funcionarios de la Municipalidad, el Gobierno de la Ciudad o el organismo correspondiente. Hay que improvisar, es la mejor solución, dicen varios. Y ahí es, señores, donde aparecen las calles que nadie sabe por qué se llaman así.
Así es como entran a nuestro querido nomenclador de calles los Tonelero, Recuerdos de Provincia, Zabala, Monroe (entiendo que no homenajea a Marilyn, pero entonces, ¿a quién?), Quesada, Coronel Díaz (con seguridad, debe haber habido muchos coroneles con ese apellido), Castañares, Patrón, Primo Tricotti, José Murias, y siguen las firmas.
Honestamente, ¿alguien sabe a quién o qué responden esos nombres?
Seguramente, las respuestas estén en oscuros archivos municipales. Pero eso es otra historia.
Ponerle nombre a un bebé suele ser
una tarea complicada.
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Esto no suele ser un proceso simple. Porque el nombre será algo que al niño, luego adulto, lo acompañará toda la vida. Entonces, es esperable que se le preste la mayor atención posible. Al final, el destinatario de cualquier consecuencia surgida a partir de su nombre, será el que lo porte, no el que lo eligió.
Ahora, imaginemos que este proceso lo tenemos que repetir no una, sino varias veces. Ni siquiera hablemos de tener que bautizar mellizos o trillizos, que ya es un trabajo formidable, sino que tenemos que buscar decenas de nombres. Y ya no sólo para satisfacer la necesidad de que una persona lleve un nombre decente sino pensando en que la mayoría de la gente opine eso. Es decir, pensando en la opinión pública. O, simplemente, en hacer los homenajes correctos, o condicionados por características geográficas u otras. ¿En qué caso es necesario hacer esto? Sí, seguramente haya adivinado.
En la elección de los nombres de las calles.
Claro, algunos nombres son fáciles de poner. San Martín, Mitre, Sarmiento, Belgrano, y en general los nombres de próceres argentinos son nombres que se repiten en la gran mayoría de los pueblos y ciudades de nuestro país. Otros nombres, como Rivadavia, Roca, Perón (tanto JD como Eva), Sáenz Peña, Alvear, Saavedra o Avellaneda son menos comunes, pero también se repiten bastante. Es decir que hay una lista más o menos larga de números puestos, nombres que van a aparecer siempre o casi siempre.
Cuando se acaban éstos (cosa que pasa siempre, porque las ciudades suelen tener mucho más que unas pocas calles), se suele seguir por personalidades importantes pero no tan conocidas, como miembros del Cabildo de 1810, políticos prominentes en algún momento histórico, militares (muy común en Argentina), nombres de provincias, batallas, fechas patrias (9 de julio y 25 de mayo a la cabeza). E incluso personas importantes a nivel local: intendentes, dueños de campos, etc. Por ejemplo, en San Lorenzo (cerca de Rosario), las dos avenidas principales (paralelas entre sí) se llaman San Martín y Sargento Cabral. No es poco común que en ciudades del interior las avenidas principales estén dedicadas a los fundadores de dichas ciudades. Como se ve, hay una gran fuente de posibilidades para el que las necesite.
Obviamente, todo esto no tiene validez si se ha optado por la singular y siempre salvadora
Nombrar calles de una ciudad no parece ser más fácil.
Fuente: Guía Filcar
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Pero esta ciudad tiene calles nombradas, y resulta que los ejemplos de nombres del párrafo anterior se acabaron, y aún hay calles que nombrar. Peor aún: una ciudad se expandió y se abrieron nuevas calles que, lógico, hay que bautizar. ¿Qué hacemos?, dicen los horrorizados funcionarios de la Municipalidad, el Gobierno de la Ciudad o el organismo correspondiente. Hay que improvisar, es la mejor solución, dicen varios. Y ahí es, señores, donde aparecen las calles que nadie sabe por qué se llaman así.
Así es como entran a nuestro querido nomenclador de calles los Tonelero, Recuerdos de Provincia, Zabala, Monroe (entiendo que no homenajea a Marilyn, pero entonces, ¿a quién?), Quesada, Coronel Díaz (con seguridad, debe haber habido muchos coroneles con ese apellido), Castañares, Patrón, Primo Tricotti, José Murias, y siguen las firmas.
Honestamente, ¿alguien sabe a quién o qué responden esos nombres?
Seguramente, las respuestas estén en oscuros archivos municipales. Pero eso es otra historia.
viernes, 23 de diciembre de 2016
Murales
En la ciudad de Miramar, en el marco de una convocatoria de artistas latinoamericanos, se realizó una serie de murales en el Parque de los Niños de dicha ciudad. No cuento con información acerca de la temática de dicha muestra, aunque parece haber sido sobre la naturaleza y la relación del hombre con ésta.
Había gran cantidad de murales, armados cada uno en una cara de las paredes que se erigieron para ello. Los materiales usados son desde pintura hasta azulejos, mosaicos, alambre, partes de otros objetos (ejemplo: ruedas de bicicleta) y demás.
He aquí algunos de esos murales (para ver más grandes las imágenes, se pueden abrir en otra pestaña, usando el comando del explorador):
Había, entre todos ellos, un mural dedicado a John Lennon. No es que estuviera hecho por una fecha en particular, pero casualmente el día que saqué las fotos era el 36 aniversario de su muerte. Por eso, lo dejo para el final.
jueves, 10 de noviembre de 2016
¿Por qué viajar?
No debo ser el primero en hacerse esta pregunta. Pero fue en un día laboral poco ajetreado, con tareas más bien rutinarias y que ya dominaba de taquito, cuando mi cabeza, que había estado pensando en una fórmula de Excel y que ya estaba aburrida de ello, llegó a ella. Fue una serie de preguntas, que se inició en un contundente "¿Para qué sirve esto?" y siguió por otros caminos que derivaron en el objeto de esta entrada.
Hoy en día es muy fácil viajar. La enorme cantidad de ofertas de vuelos (hay carteles de las aerolíneas hasta en las autopistas, algo que hasta hace poco no ponsé que podía llegar a ocurrir; es más, diría que la publicidad dominante por estos tiempos es la de viajes y alojamiento) posibilita que sólod debamos elegir las fechas, comparar precios y sacar el pasaje. Todo facilitado por esa moderna costumbre de las cuotas sin interés, todo financiado en varios pagos, como para hacer que la culpa del gasto sea menor y más sobrellevable. Verdadero: en algunos países hay que hacer trámites para poder entrar, trámites que pueden volverse complicados. La gente, de todos modos, los termina haciendo. No creo que haya muchas personas que se hayan quedado sin ir a un lugar por no haber conseguido una visa. Las hay, sí, pero seguramente sean pocas.
Un mes de vacaciones, dos meses, incluso dos semanas. La posibilidad de irse del lugar donde uno vive los restantes días del año. Liberarse de cadenas que nos atan, que nos limitan y que nos marcan por dónde ir. Porque muchas de las costumbres, en realidad, nos llegan por mandato o por imitación. Uno no sabe muy bien qué hacer y, entonces, imita. Y una gran masa de gente no puede estar equivocada (de este tipo de cosas hablé en una entrada anterior, titulada Estereotipos...). Viajar es la chance de romper esquemas, de cambiar patrones, de hacer algo distinto. Ya lo decía Charly: "Si vas a la derecha y cambiás hacia la izquierda, adelante". La letra tiene contenido político, es cierto, pero tiene algo de aplicable a todos nosotros.
Por eso, si tenés la chance, viajá. Probá nuevas cosas. No te resistas. Dar el primer paso es duro, es difícil. Nunca fue fácil romper las cadenas. Pero seguramente el día que aparezcas en otro país, con un bolso y la necesidad de buscar alojamiento y cosas que hacer (eventalmente, trabajo) vas a sentir esa emoción de haber dejado lo viejo, de estar mirando hacia adelante. Y no digo que lo viejo sea malo. Quizás después de un tiempo quieras volver a eso. Pero siempre viene bien despegarse un poco de lo que se tiene y buscar un cambio. Hacer algo distinto por un intervalo de tiempo. Los grandes cambios en el mundo nunca fueron autoría de quienes hacían el dicho "Más vale malo conocido que bueno por conocer" su mantra. No! Esos no cambiaron nada. Fueron simplemente engranajes del sistema.
Y lo que uno quiere ser no es simplemente un engranaje, ¿no?
Viajá. Conocé. Lugares, gente. Actividades que no se hagan en tu país y que sí sean populares afuera. Quizás te hagas amigos que, más adelante, te den un hogar y una compañía cuando decidas viajar. Y, en el peor de los casos, no conocerás a nadie, pero al menos habrás estado en otros lugares, que, nuevamente, pueden parecerte malos o buenos pero siempre está bueno conocer. Podé responder "me gusta" o "no me gusta" cuando te pregunten, no te veas forzado a decir "no conozco". Sacale todo lo que puedas sacarle al mundo como experiencia. Y, sobre todo, aprovechá el tiempo que tenés sobre la Tierra. El tiempo puede ser bien o mal administrado, pero es irrecuperable una vez que pasó.
Y por nada del mundo utilices la edad como criterio para decidir si viajar o no (como máximo, que sirva para elegir el lugar).
Un simple aporte.
Hoy en día es muy fácil viajar. La enorme cantidad de ofertas de vuelos (hay carteles de las aerolíneas hasta en las autopistas, algo que hasta hace poco no ponsé que podía llegar a ocurrir; es más, diría que la publicidad dominante por estos tiempos es la de viajes y alojamiento) posibilita que sólod debamos elegir las fechas, comparar precios y sacar el pasaje. Todo facilitado por esa moderna costumbre de las cuotas sin interés, todo financiado en varios pagos, como para hacer que la culpa del gasto sea menor y más sobrellevable. Verdadero: en algunos países hay que hacer trámites para poder entrar, trámites que pueden volverse complicados. La gente, de todos modos, los termina haciendo. No creo que haya muchas personas que se hayan quedado sin ir a un lugar por no haber conseguido una visa. Las hay, sí, pero seguramente sean pocas.
Un mes de vacaciones, dos meses, incluso dos semanas. La posibilidad de irse del lugar donde uno vive los restantes días del año. Liberarse de cadenas que nos atan, que nos limitan y que nos marcan por dónde ir. Porque muchas de las costumbres, en realidad, nos llegan por mandato o por imitación. Uno no sabe muy bien qué hacer y, entonces, imita. Y una gran masa de gente no puede estar equivocada (de este tipo de cosas hablé en una entrada anterior, titulada Estereotipos...). Viajar es la chance de romper esquemas, de cambiar patrones, de hacer algo distinto. Ya lo decía Charly: "Si vas a la derecha y cambiás hacia la izquierda, adelante". La letra tiene contenido político, es cierto, pero tiene algo de aplicable a todos nosotros.
Por eso, si tenés la chance, viajá. Probá nuevas cosas. No te resistas. Dar el primer paso es duro, es difícil. Nunca fue fácil romper las cadenas. Pero seguramente el día que aparezcas en otro país, con un bolso y la necesidad de buscar alojamiento y cosas que hacer (eventalmente, trabajo) vas a sentir esa emoción de haber dejado lo viejo, de estar mirando hacia adelante. Y no digo que lo viejo sea malo. Quizás después de un tiempo quieras volver a eso. Pero siempre viene bien despegarse un poco de lo que se tiene y buscar un cambio. Hacer algo distinto por un intervalo de tiempo. Los grandes cambios en el mundo nunca fueron autoría de quienes hacían el dicho "Más vale malo conocido que bueno por conocer" su mantra. No! Esos no cambiaron nada. Fueron simplemente engranajes del sistema.
Y lo que uno quiere ser no es simplemente un engranaje, ¿no?
Viajá. Conocé. Lugares, gente. Actividades que no se hagan en tu país y que sí sean populares afuera. Quizás te hagas amigos que, más adelante, te den un hogar y una compañía cuando decidas viajar. Y, en el peor de los casos, no conocerás a nadie, pero al menos habrás estado en otros lugares, que, nuevamente, pueden parecerte malos o buenos pero siempre está bueno conocer. Podé responder "me gusta" o "no me gusta" cuando te pregunten, no te veas forzado a decir "no conozco". Sacale todo lo que puedas sacarle al mundo como experiencia. Y, sobre todo, aprovechá el tiempo que tenés sobre la Tierra. El tiempo puede ser bien o mal administrado, pero es irrecuperable una vez que pasó.
Y por nada del mundo utilices la edad como criterio para decidir si viajar o no (como máximo, que sirva para elegir el lugar).
Un simple aporte.
domingo, 27 de marzo de 2016
Reseña de Némesis, de Agatha Christie
¡Buenas
tardes a todos! Después de mucho tiempo, vuelvo con otra reseña (yo dije, y si no será motivo de otra entrada, que soy de lectura lenta). En este caso de una muy buena novela policial de
alguien que las sabe hacer un poquito bien.
Tardé bastante
en leer este libro, básicamente por dos motivos. El primero, cierta falta de
coordinación entre los momentos en que me daban ganas de leer, y los momentos
en que podía hacerlo. Me tomé unos dos meses enteros para leerlo, aunque a
partir de cierto punto disfruté mucho de su lectura, incluso llegando a leer en
el colectivo o subte (cuando lograba sentarme) y en la playa (en un fin de
semana largo).
Es que es una
novela que, quizás, no es atrapante desde el principio. El primer capítulo
resume una serie de recuerdos en que la narradora cuenta, casi en tiempo real,
los pensamientos de la protagonista. Todo parece ser una confusión de nombres
en su cabeza, que es narrada con gran realismo. Siguiendo, en los primeros
capítulos, que vendrían a funcionar como un preámbulo de la historia principal,
no pasa naranja. Bueno, no es tan
así, pero pasa poco. Se nos presenta un caso policial, sabemos muy poco, no
tenemos idea para dónde agarrar…
Pero la cosa se
pone un poco más jugosa pasadas las primeras 70-80 páginas (de esta edición).
De repente, uno empieza a encontrar datos por aquí y por allá, sucesos, que uno
no sabe si son irrelevantes o si en realidad nos dan indicios clave para la
resolución del caso. En efecto, la protagonista se irá encontrando con
personajes cada vez más relacionados con lo que se está investigando. Una
característica que me encantó de esta novela es que, en el medio, se produce un
pequeño suceso policial, una especie de caso secundario que es, en alguna
manera, funcional a la historia principal. Por un tiempo, el foco está
desviado, y eso oxigena la lectura, es como una parada a descansar. Esto no pasa sólo con este hecho aislado: hay,
convenientemente distribuidos, capítulos que narran historias secundarias. Como
en toda la novela, uno no sabe si estas historias tienen alguna relación o no
con el caso. Esta ambigüedad suma muchísimos puntos.
Es interesante
notar cómo la sospecha va mutando de un personaje a otro. Siempre la encargada
de aventarlas es la protagonista, que pareciera tener gran intuición mezclada,
a veces, con cierta maldad. Y en esto me detengo. En un punto de la lectura, es
imposible no odiar a Miss Jane Marple, la protagonista. Según su propia
definición, es “una vieja cotilla”, y ella misma reconoce que ésta es una de
sus mejores armas para desentrañar el hecho delictivo.
|
Y en eso basa toda su investigación. En un punto es imposible no odiar,
o al menos no detestar, a esta persona a la que mucha gente no le gustaría
tener encima. Calculo que se la puede emparentar (aunque de lejos) con cierta
conductora de TV que tiene un programa de entrevistas, muy prestigioso y de ya
varias décadas en la televisión argentina. Pero el recurso le termina dando muy
buenos resultados. Volviendo a los sospechosos, cada uno de ellos es señalado
por Marple sin dar demasiados argumentos, lo que refuerza lo dicho sobre ella.
El final del libro deja otro muy buen concepto. Pensar
estereotipadamente puede fallar; puede salir el tiro por la culata. Se presenta
un móvil para el delito, acompañado de evidencia empírica, dando a entender que
la repetición de hechos llevará a que se produzca otro igual…pero la verdadera
razón para que ocurra el hecho investigado termina siendo otra. Un motivo que
puede ser muy realista, pero que en la novela no se da como posible hasta que,
finalmente, es esclarecido el caso. Todo termina cerrando. Ah, era así, piensa uno. Un final de grandes descubrimientos.
Y ahora, llegamos al final de esta reseña. Si te gustó, dejame tu
comentario abajo. Y si no, los palos también sirven
jueves, 10 de marzo de 2016
Parecía inofensiva
No entendía nada. Estaba alelado, tardé en volver en mí.
- ¿Adolfa? ¿Estás bien?
- Ponele que sí. Está oscuro acá – me respondió la voz de Adolfa,
evidentemente confundida. Si yo no entendía lo que había pasado, ella menos
aún.
- No he perdido ni la billetera ni los documentos – me dije,
como para tranquilizarme, luego de palparme los bolsillos. Fue lo único que
atiné a hacer, casi instintivamente. Luego, me había quedado inmóvil.
- Menos mal que no los perdiste. Yo tampoco. Pero, ¿para qué
nos van a servir acá?
- ¡Más vale que nos sirven!, ¿por qué no deberían servirnos?
- No estamos en el mismo lugar.
- ¿Cómo que no?
- No. Si de algo estoy segura, es de eso. Me podrás decir
loca, pero yo sé que no estamos en el mismo lugar.
- Pero, ¿cómo?
- ¿Cómo? ¿Te preguntás cómo? Pensalo – ya su tono de voz era
entre desafiante y exasperado.
- No sabemos dónde estamos, no tenemos idea de nada y vos ya
me echás la culpa. Así son ustedes.
- No, así somos nosotras no. Permitime recordarte que si no
fuera por vos, no estaríamos acá.
- Siempre termino teniendo yo la culpa. ¿Y ahora qué tengo
que ver?
- Vos y tu manía de tocar todo. De meter la mano en los
lugares donde nadie te pide.
- Toqué un solo botón. Parecía inofensiva.
- “Toqué un solo botón” – dijo Adolfa en tono burlón.- Sí,
tocaste un solo botón. Pero no tenías que tocarlo. ¿Quién te pidió que toques? ¿Quién
te manda a jugar con las cosas que no conocés? ¿Meterías la mano en la boca de
un león? No. Entonces, no tocás máquinas extrañas. Porque si no hacés macanas. Mirá
ahora dónde nos metiste.
- Ahh, ¿ahora la culpa la tengo yo por tocar un botón de ese
mamotreto todo oxidado y viejo?
- ¡Y sí! ¿No sabías lo que era? ¿No tenías idea?
- No. En las salas de exhibición las cosas generalmente no funcionan.
- Y tampoco hay que tocarlas. Por algo hay cuerdas y
carteles por todos lados de “Prohibido tocar”.
- Y a pesar de todo, la gente toca igual. No me vengas
ahora, ¿eh?
- ¿Pero no viste el cartel que había arriba de la máquina?
- No, ¿qué cartel?
Sinceramente, no había mirado el cartel. Debía ser uno de
esos de “No tocar” o de “Prohibido fumar”.
- ¡Era la máquina del tiempo!
- Estás diciendo cualquier cosa. ¿La máquina del tiempo?
- ¡Sí! ¡Sí! – Adolfa no cabía en sí de la emoción - ¡La
máquina del tiempo, hombre! ¡La del tipo este, no me acuerdo cómo era! ¡Sí!
¡Herbert Wells!
- ¡No puede ser! ¿Cómo va a estar en un museo? Esa máquina
no existe. Es sólo un cuento.
- ¡Te digo que sí! ¡Y era la que vimos! Al principio yo
tampoco lo creí, pero después miré al costado para ver si mencionaba al artista
que había armado la maqueta, y vi que había una placa como las de las máquinas
reales. Vos sabés, los motores, las máquinas de taller, esas placas que te dicen
de la corriente y esas cosas bien técnicas.
- Pará. ¿Vos me estás diciendo que yo activé la mismísima
Máquina del Tiempo?
- ¡Sí, eso hiciste! El botón que tocaste era el que la hacía
funcionar.
- ¿Y por qué no me dijiste antes? ¿Antes que tocara el
botón? ¡Nos podríamos haber ahorrado este lío!
- Es que tampoco sabía en ese momento. Yo me fui dando
cuenta después, cuando rememoré las imágenes. De pronto, no podía ser otra
cosa. Tenía que ser eso. Todos los caminos llevaban allí. No cabía duda.
- Ahh, claro, no sabías. Y de golpe te cae la ficha ahora.
Te das cuenta, ¿no? ¡Estamos en una época distinta? – y de repente una idea se
me hizo presente- ¡Ya no estamos en nuestro tiempo! ¡Las cosas que podrían
saberse! ¡Podríamos vivir la historia, todo eso que vemos en los libros, sólo
en fotos y en lo que nos dicen! ¡Podríamos saber si son verdad o si nos
estuvieron vendiendo cualquier cosa todo este tiempo! ¡O conocer cómo va a ser
la vida en el futuro de nuestro tiempo! Autos voladores, viajes en cohete,
robots hogareños…
- Bueno, ya está. Mucho Asimov me parece, vos – de repente,
Adolfa volvía a la realidad. Trataba de ponerle la cuota de racionalidad a la
situación, en el momento en el que ésta era menos necesaria.
Pero yo también acabé por bajar a la Tierra. Un griterío
afuera me sacó de ese mundo futurista, y comprendí dos cosas. Una, que no
importara le época en la que estuviera, si era el futuro, la voz humana no iba
a desaparecer. La gente iba a seguir hablando. Eso de alguna manera me
tranquilizaba, porque no concebía un mundo sin palabras orales, sin las
inflexiones de la voz humana, las tonalidades. ¿Cómo podemos comunicarnos sin
hablar? En un lenguaje plano, sin emoción, monótono. O con una voz como la de
los robots. Metálica. ¿Es posible un mundo así? ¿Podría alguna vez evolucionar
la tecnología de manera que sea innecesaria la voz humana? No, imposible
–pensé, meneando la cabeza-. No puede ser así. Nos moriríamos. Estamos hechos
para comunicarnos de otra manera. Es biológico.
La segunda cosa que comprendí fue una palabra, que me sonó,
después de unos segundos, muy familiar. Porque era una palabra asociada a un
evento. Uno solo. Adolfa no parecía preocupada, pero una idea me cruzó la
cabeza como un rayo. Ahí estábamos. De todos los posibles lugares, habíamos ido
a caer a ese. Y como ya conocía la historia, me di cuenta de que algo había que
hacer.
- ¡Adolfa! ¿Dónde estás? Vamos, que hay que salir de acá y
subir- le dije, con tono de urgencia.
- Pero…- Adolfa no llegó a decir nada más. Por casualidad,
tropecé con ella y la tomé de la mano. La arrastré hasta la puerta, que en
estos momentos estaba semiabierta, y por eso podía ubicar dónde estaba. Ella al
principio se resistió, pero después aflojó y me siguió. Ya no la tenía de la
mano.
El pasillo estaba desierto. A la mitad encontré una escalera
y la llevé hasta allí. Subimos, hasta que nos vimos bajo el mismo cielo de la
noche. ¡Un frío hacía! Adolfa se quejó, y la verdad que hacían falta un buen
par de sacos para guarecerse de la baja temperatura. Al menos, no había viento.
Torcí mi cabeza y lo vi. Era blanco, y muy grande. Aterrorizaba
desde esa posición, en la que dominaba todo. Es que, además, era alto. Visiones
de los monstruos más siniestros pasaron por mi cabeza. Claro, en la película,
no se lo veía tan grande. Apenas parecía un inofensivo resto de pared a medio
caer. Pero acá, frente a frente, era otra cosa. Adolfa pareció, de pronto,
darse cuenta de algo. Yo, al mismo tiempo, comencé a correr.
- ¡Hay que subir ya! No hay tiempo que perder – le grité en un
tono imperativo que no admitía réplica.
- Pero…
- ¡No hay tiempo! ¡Y si alguno se interpone, lo tiramos
hacia el costado! No puede ser que no hagan nada. ¡Ni siquiera intentan doblar!
¿No los escuchaste? ¡Parecería como si quisieran que nos choquemos! ¡Hablaron
de frenarlo! ¡Y es imposible, ¿cómo frenás esta mole de barco?!
- Nos meteríamos en un problema enorme. Estaríamos
cometiendo un delito gravísimo. ¿No sabés lo que puede pasar? ¡No tenemos
defensa posible!
- ¿Preferís que te juzguen en tierra los hombres, o que los
peces te contemplen en el fondo del mar?
Ante esto, Adolfa se quedó callada. No encontró la réplica
adecuada a tiempo. Yo ya estaba subiendo la escalera que llevaba al puente.
Ella, aunque hesitando al principio, me siguió. Casi no sabía lo que estaba
haciendo cuando, de un empellón, abrí la puerta del puente, que
sorprendentemente estaba sin asegurar. El capitán no estaba allí. Adolfa se
quedó vigilando la escalera, mientras yo giraba la rueda del timón hasta que
llegó al tope. En ese momento, llegó el capitán. Del desconcierto, se quedó
parado en la puerta, sin atinar a hacer nada.
Minutos después, el gran transatlántico, casi sin quererlo, esquivaba el iceberg.
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