Tengo 150 (mg/dl) de “colesterol malo”. Eso quiere decir que
cada cierta cantidad de tiempo, 150 miligramos de colesterol
son lanzados a mis arterias con el objetivo de llegar a las células.
Es obvio que todo sistema de transporte tiene fallas, así que
es esperable que una parte de esos 150 miligramos se pierda en el
camino. Pero, en ese caso, ¿a dónde van a parar?
Buena pregunta, sobre todo porque abunda la literatura médica que nos
dice que estos miligramos que se quedan en el camino van a parar a las arterias
y son causante de múltiples trastornos, algunos de ellos fatales. Pero, salvo
que el fallo sea muy catastrófico, nosotros ni nos damos cuenta de que esto está
ocurriendo bajo nuestra piel y seguramente, si causa consecuencias, ni pensemos
en esto.
Un poco más traumáticas son otras pérdidas. Por ejemplo, cuando uno
llega al aeropuerto, después de un vuelo largo o bien de uno que haya tenido
muchas conexiones, y va a la cinta de retiro de equipaje. Ve pasar las valijas,
ve cómo algunas personas al descubrir las suyas las levantan, pasan, pasan… ¿Y
la mía? “Ya va a llegar”, se dice uno, como consuelo. Después de todo, si todos
reciben sus valijas en algún momento, a uno más tarde o más temprano le llegará
el momento. Pero pasa el tiempo, cada vez ralean más las valijas, es más, uno
vuelve a ver que pasan algunas que ya habían pasado (porque el sistema, huelga
decirlo, es un ciclo), pero la propia… ni señales. Lo que sigue son reclamos,
más o menos airados, oferta de hotel hasta que llegue la valija, etcétera,
etcétera. Pero el tiempo perdido y la angustia vivida no se retribuyen. Al
menos, está el consuelo de que ya pasó. No es algo muy común, por suerte. En
2015 se perdieron, según una estimación de una revista californiana, 6,53
valijas cada 1000 pasajeros. A las aerolíneas les cuesta, igual, un billete: en ese mismo año las
compensaciones fueron de alrededor de 2.300 millones de dólares. Un vuelto.
No solamente tenemos que hablar de equipajes de viaje. Las cargas de
mercadería, o de producción industrial o agrícola, también están sujetas a
pérdidas o, lo que puede ser más o menos común según el lugar, a robos. En el
transporte por tren, por camión o incluso por avión siempre existe el riesgo
(aunque es mayor en los dos primeros medios de transporte, por moverse en
tierra) de accidente o asalto. Piénsese en el Gran Robo al Tren. El 7 de agosto
de 1963, un tren postal (era 1963, aún no había e-mail. Sí, hace unos años se
hacían así las cosas) partió desde Glasgow (Escocia) con destino a Londres
(Inglaterra), transportando, además de las usuales cartas y encomiendas, envíos
certificados de dinero (una especie de remesas) por valor de varios millones de
libras esterlinas. El maquinista frenó en una señal que le impedía el paso.
Inmediatamente fue atacado por ladrones, que luego de ponerlo fuera de combate
se dedicaron a saquear el vagón de los envíos certificados. Al llegar a Londres
el tren, se descubrió que los ladrones se habían llevado 2,6 millones de libras.
¿Algo más? El maquinista sólo pudo trabajar durante dos años más debido a las
heridas recibidas, y varios de los condenados por el robo escaparon poco
después de ser sentenciados a distintos países. La plata, huelga decirlo, ni apareció.
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Placa ubicada en el puente donde se perpetró
el robo al tren. A juzgar por el texto, parece
que aún tienen miedo de que vuelva a pasar
algo ahí.
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Aunque hay veces que los objetos perdidos, aunque al dueño le
representen -sin duda- una pérdida, pueden ofrecer una enorme oportunidad, en
los ojos de algunos iluminados que los saben aprovechar. ¿Puede haber utilidad
en unos cuantos objetos perdidos?
Esta es la historia. En enero de 1992 salió un barco cargado, entre
otras cosas, de patitos de plástico. Sí, unos simpáticos animalitos,
seguramente destinados a niños yanquis por el destino que llevaba la nave
(Tacoma, EE.UU.). Cruzando el Pacífico tras haber zarpado de China, una
tormenta los sorprendió en alta mar. El barco se salvó, pero al hacer el
recuento de los contenedores se vio que faltaban algunos, que se habían caído
por la borda. ¿El veredicto? Pérdida de contenedores por la tormenta. Se
pagaron las indemnizaciones correspondientes y a otra cosa. No pasó de ser un
caso contemplado en las cláusulas penales del contrato.
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Estos eran los juguetes transportados, que se quería
enviar a EE.UU. Al final llegaron, aunque acaso
de una forma poco convencional...
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Peeero…
El incidente atrajo la atención de dos oceanógrafos estadounidenses, que
de inmediato se dieron cuenta de la oportunidad que se les presentaba. Ellos ya
venían estudiando las corrientes oceánicas e intentando crear un modelo de las
corrientes superficiales. Y hasta el momento se conocía un método: el clásico método de las botellas al mar. Palabras
más, palabras menos, sea este el nombre exacto o no, la idea era lanzar al mar
una cantidad de botellas (cerradas, con aire adentro, para que no se hundieran)
en un punto y esperar a que aparecieran en otros puntos, en general sobre la
costa. Habitualmente se lanzan entre 300 y 1000 botellas. Y en este caso
contaban con casi 30.000 “botellas”!
Los patitos comenzaron a aparecer, primero en las costas de Alaska,
donde los estudiosos, apenas tomaron conocimiento de la situación, ordenaron
que se vigilara toda la costa del estado para detectar si aparecían patitos.
Más tarde, algunos se encontraron en las costas del oeste de EE.UU. Todos estos
hallazgos fueron contrastados con los resultados arrojados por el modelo que ya
se tenía de las corrientes, y la realidad es que se descubrió que el modelo era
muy exacto.
¿Y el resto de los patitos? Mediante el modelo existente, se conjeturó
que podrían haber derivado hacia el Ártico, donde, atravesando la capa de hielo
(en realidad, quedando atrapados en éste y moviéndose con él), aparecerían en
el Atlántico Norte. Y así fue! Entre 2003 y 2004 empezaron a aparecer estos
simpáticos juguetitos en las costas de
Canadá e Islandia. Y en 2007 empezaron a
aparecer en las costas de Inglaterra. La gran mayoría, empero, no aparecieron.
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Uno de los patitos, hallado en la costa de Alaska. |
De todos modos, los científicos ya tenían suficiente información para
corregir su modelo matemático, que de todos modos ya había demostrado bastante
exactitud (por ejemplo, prediciendo el cruce del Ártico). Así, estos inocentes
juguetes que un día de 1990 desaparecieron durante una tormenta en altamar
ayudaron a comprender el movimiento de las aguas superficiales oceánicas en el
Pacífico y Atlántico Norte.
Hubo más para los patitos: fueron protagonistas de cuentos para chicos,
Disney hizo una película basada (libremente) en su historia y hasta se publicó
una suerte de autobiografía (“Moby-Duck:
The True Story of 28,800 Bath Toys Lost at Sea and of the Beachcombers,
Oceanographers, Environmentalists, and Fools, Including the Author, Who Went in
Search of Them”, vendido en EE.UU. y el Reino Unido) incluyendo entrevistas
con los oceanógrafos que los usaron para su investigación.
Y para cerrar la nota, la respuesta a la pregunta del inserto. Nuestro cuerpo tiene implementado un sistema para que parte de ese colesterol perdido (junto con otras cosas) sea recuperado. De esta manera, todo se mantiene en un equilibrio, y quizás aparezca, en algún momento y en algún lugar, un grupo de médicos que puedan usar esto para descubrir algo sorprendente que no conocíamos.