La chica los tenía locos a todos. Morocha,
petisa, su carita entre angelical y picarona generaba los deseos de todos los
hombres del grupo de amigos. Uno de éstos, un rubio, en tanto, parecía ser el
preferido de la chica, que en una ocasión se acercó a hablarle. Le mencionó
algo así como que “los hombres de ese lugar eran todos desubicados, que le
tocaban el culo” y demás yerbas. Además, ya cuando en la conversación estaba
metida una amiga suya, le señalaron un parecido con un personaje de un reality
show del momento, aunque aclarándole que él “era más lindo”. Sintiéndose un
ganador, el chico se dirigió a uno de sus amigos y, hablándole al oído (su voz
no era fuerte y la música, en cambio, estaba a un volumen alto), le dijo “Los
grandes somos así”. Claro, este amigo era uno de los que más había verbalizado
su sentimiento por la chica. El amigo no contestó nada. La noche se fue, más
adelante, entre intentos del rubio por sacarle, aunque fuera, un poco de
conversación. La dificultad estaba en su falta de ideas, algo que en los años
por venir sería casi una constante en todas sus interacciones con mujeres en
situación de levante. Pero nada le quitaría la ilusión al rubio, salvo el
tiempo y -finalmente- la conclusión de la noche.
Diez años
después, la suerte de ambos hombres es diametralmente opuesta. Uno de ellos (el
amigo del rubio) se puso de novio, terminó su relación y actualmente está en
pareja con otra mujer; en los períodos de soltería, su éxito con las mujeres
fue envidiable y legendario entre su grupo de amigos y algo más. El rubio, por
su parte, fue la antítesis: sus éxitos, si existieron, fueron muy esporádicos
y, al día de hoy, no logró conformar una pareja –nobleza obliga, tuvo en
tiempos recientes unas cuantas oportunidades de hacerlo, pero todas terminaron
en nada.