jueves, 8 de marzo de 2018

Sobre dos tipos promedio

La chica los tenía locos a todos. Morocha, petisa, su carita entre angelical y picarona generaba los deseos de todos los hombres del grupo de amigos. Uno de éstos, un rubio, en tanto, parecía ser el preferido de la chica, que en una ocasión se acercó a hablarle. Le mencionó algo así como que “los hombres de ese lugar eran todos desubicados, que le tocaban el culo” y demás yerbas. Además, ya cuando en la conversación estaba metida una amiga suya, le señalaron un parecido con un personaje de un reality show del momento, aunque aclarándole que él “era más lindo”. Sintiéndose un ganador, el chico se dirigió a uno de sus amigos y, hablándole al oído (su voz no era fuerte y la música, en cambio, estaba a un volumen alto), le dijo “Los grandes somos así”. Claro, este amigo era uno de los que más había verbalizado su sentimiento por la chica. El amigo no contestó nada. La noche se fue, más adelante, entre intentos del rubio por sacarle, aunque fuera, un poco de conversación. La dificultad estaba en su falta de ideas, algo que en los años por venir sería casi una constante en todas sus interacciones con mujeres en situación de levante. Pero nada le quitaría la ilusión al rubio, salvo el tiempo y -finalmente- la conclusión de la noche.
Diez años después, la suerte de ambos hombres es diametralmente opuesta. Uno de ellos (el amigo del rubio) se puso de novio, terminó su relación y actualmente está en pareja con otra mujer; en los períodos de soltería, su éxito con las mujeres fue envidiable y legendario entre su grupo de amigos y algo más. El rubio, por su parte, fue la antítesis: sus éxitos, si existieron, fueron muy esporádicos y, al día de hoy, no logró conformar una pareja –nobleza obliga, tuvo en tiempos recientes unas cuantas oportunidades de hacerlo, pero todas terminaron en nada.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Patito, patito, ¿dónde andarás?

Tengo 150 (mg/dl) de “colesterol malo”. Eso quiere decir que
cada cierta cantidad de tiempo, 150 miligramos de colesterol
son lanzados a mis arterias con el objetivo de llegar a las células.
Es obvio que todo sistema de transporte tiene fallas, así que
es esperable que una parte de esos 150 miligramos se pierda en el
camino. Pero, en ese caso, ¿a dónde van a parar?

Buena pregunta, sobre todo porque abunda la literatura médica que nos dice que estos miligramos que se quedan en el camino van a parar a las arterias y son causante de múltiples trastornos, algunos de ellos fatales. Pero, salvo que el fallo sea muy catastrófico, nosotros ni nos damos cuenta de que esto está ocurriendo bajo nuestra piel y seguramente, si causa consecuencias, ni pensemos en esto.

Un poco más traumáticas son otras pérdidas. Por ejemplo, cuando uno llega al aeropuerto, después de un vuelo largo o bien de uno que haya tenido muchas conexiones, y va a la cinta de retiro de equipaje. Ve pasar las valijas, ve cómo algunas personas al descubrir las suyas las levantan, pasan, pasan… ¿Y la mía? “Ya va a llegar”, se dice uno, como consuelo. Después de todo, si todos reciben sus valijas en algún momento, a uno más tarde o más temprano le llegará el momento. Pero pasa el tiempo, cada vez ralean más las valijas, es más, uno vuelve a ver que pasan algunas que ya habían pasado (porque el sistema, huelga decirlo, es un ciclo), pero la propia… ni señales. Lo que sigue son reclamos, más o menos airados, oferta de hotel hasta que llegue la valija, etcétera, etcétera. Pero el tiempo perdido y la angustia vivida no se retribuyen. Al menos, está el consuelo de que ya pasó. No es algo muy común, por suerte. En 2015 se perdieron, según una estimación de una revista californiana, 6,53 valijas cada 1000 pasajeros. A las aerolíneas les cuesta, igual, un billete: en ese mismo año las compensaciones fueron de alrededor de 2.300 millones de dólares. Un vuelto.

No solamente tenemos que hablar de equipajes de viaje. Las cargas de mercadería, o de producción industrial o agrícola, también están sujetas a pérdidas o, lo que puede ser más o menos común según el lugar, a robos. En el transporte por tren, por camión o incluso por avión siempre existe el riesgo (aunque es mayor en los dos primeros medios de transporte, por moverse en tierra) de accidente o asalto. Piénsese en el Gran Robo al Tren. El 7 de agosto de 1963, un tren postal (era 1963, aún no había e-mail. Sí, hace unos años se hacían así las cosas) partió desde Glasgow (Escocia) con destino a Londres
Placa ubicada en el puente donde se perpetró
el robo al tren. A juzgar por el texto, parece
que aún tienen miedo de que vuelva a pasar 
algo ahí.
(Inglaterra), transportando, además de las usuales cartas y encomiendas, envíos certificados de dinero (una especie de remesas) por valor de varios millones de libras esterlinas. El maquinista frenó en una señal que le impedía el paso. Inmediatamente fue atacado por ladrones, que luego de ponerlo fuera de combate se dedicaron a saquear el vagón de los envíos certificados. Al llegar a Londres el tren, se descubrió que los ladrones se habían llevado 2,6 millones de libras. ¿Algo más? El maquinista sólo pudo trabajar durante dos años más debido a las heridas recibidas, y varios de los condenados por el robo escaparon poco después de ser sentenciados a distintos países. La plata, huelga decirlo, ni apareció.

Aunque hay veces que los objetos perdidos, aunque al dueño le representen -sin duda- una pérdida, pueden ofrecer una enorme oportunidad, en los ojos de algunos iluminados que los saben aprovechar. ¿Puede haber utilidad en unos cuantos objetos perdidos?

Esta es la historia. En enero de 1992 salió un barco cargado, entre otras cosas, de patitos de plástico. Sí, unos simpáticos animalitos, seguramente destinados a niños yanquis por el destino que llevaba la nave (Tacoma, EE.UU.). Cruzando el Pacífico tras haber zarpado de China, una tormenta los sorprendió en alta mar. El barco se salvó, pero al hacer el recuento de los contenedores se vio que faltaban algunos, que se habían caído por la borda. ¿El veredicto? Pérdida de contenedores por la tormenta. Se pagaron las indemnizaciones correspondientes y a otra cosa. No pasó de ser un caso contemplado en las cláusulas penales del contrato.

Estos eran los juguetes transportados, que se quería 
enviar a EE.UU. Al final llegaron, aunque acaso 
de una forma poco convencional...

Peeero…

El incidente atrajo la atención de dos oceanógrafos estadounidenses, que de inmediato se dieron cuenta de la oportunidad que se les presentaba. Ellos ya venían estudiando las corrientes oceánicas e intentando crear un modelo de las corrientes superficiales. Y hasta el momento se conocía un método: el clásico método de las botellas al mar. Palabras más, palabras menos, sea este el nombre exacto o no, la idea era lanzar al mar una cantidad de botellas (cerradas, con aire adentro, para que no se hundieran) en un punto y esperar a que aparecieran en otros puntos, en general sobre la costa. Habitualmente se lanzan entre 300 y 1000 botellas. Y en este caso contaban con casi 30.000 “botellas”!
Los patitos comenzaron a aparecer, primero en las costas de Alaska, donde los estudiosos, apenas tomaron conocimiento de la situación, ordenaron que se vigilara toda la costa del estado para detectar si aparecían patitos. Más tarde, algunos se encontraron en las costas del oeste de EE.UU. Todos estos hallazgos fueron contrastados con los resultados arrojados por el modelo que ya se tenía de las corrientes, y la realidad es que se descubrió que el modelo era muy exacto.

¿Y el resto de los patitos? Mediante el modelo existente, se conjeturó que podrían haber derivado hacia el Ártico, donde, atravesando la capa de hielo (en realidad, quedando atrapados en éste y moviéndose con él), aparecerían en el Atlántico Norte. Y así fue! Entre 2003 y 2004 empezaron a aparecer estos simpáticos juguetitos en las costas de
Uno de los patitos, hallado en la costa de Alaska.
Canadá e Islandia. Y en 2007 empezaron a aparecer en las costas de Inglaterra. La gran mayoría, empero, no aparecieron.

De todos modos, los científicos ya tenían suficiente información para corregir su modelo matemático, que de todos modos ya había demostrado bastante exactitud (por ejemplo, prediciendo el cruce del Ártico). Así, estos inocentes juguetes que un día de 1990 desaparecieron durante una tormenta en altamar ayudaron a comprender el movimiento de las aguas superficiales oceánicas en el Pacífico y Atlántico Norte.

Hubo más para los patitos: fueron protagonistas de cuentos para chicos, Disney hizo una película basada (libremente) en su historia y hasta se publicó una suerte de autobiografía (“Moby-Duck: The True Story of 28,800 Bath Toys Lost at Sea and of the Beachcombers, Oceanographers, Environmentalists, and Fools, Including the Author, Who Went in Search of Them”, vendido en EE.UU. y el Reino Unido) incluyendo entrevistas con los oceanógrafos que los usaron para su investigación.

Y para cerrar la nota, la respuesta a la pregunta del inserto. Nuestro cuerpo tiene implementado un sistema para que parte de ese colesterol perdido (junto con otras cosas) sea recuperado. De esta manera, todo se mantiene en un equilibrio, y quizás aparezca, en algún momento y en algún lugar, un grupo de médicos que puedan usar esto para descubrir algo sorprendente que no conocíamos.



domingo, 8 de enero de 2017

Nombrecitos, nombrecitos...

Imaginémoslo así. ¿Qué pasa cuando a uno le piden un nombre para alguien? Por ejemplo, cuando se trata de elegir nombre para un hijo o hija. Se busca un listado de nombres con sus significados y ahí van, el padre y la madre (o quien el toque elegir el nombre) buscando significados, viendo qué nombre les gusta más, hasta que finalmente aparece el nombre para el recién nacido.

Ponerle nombre a un bebé suele ser
una tarea complicada.

Esto no suele ser un proceso simple. Porque el nombre será algo que al niño, luego adulto, lo acompañará toda la vida. Entonces, es esperable que se le preste la mayor atención posible. Al final, el destinatario de cualquier consecuencia surgida a partir de su nombre, será el que lo porte, no el que lo eligió.

Ahora, imaginemos que este proceso lo tenemos que repetir no una, sino varias veces. Ni siquiera hablemos de tener que bautizar mellizos o trillizos, que ya es un trabajo formidable, sino que tenemos que buscar decenas de nombres. Y ya no sólo para satisfacer la necesidad de que una persona lleve un nombre decente sino pensando en que la mayoría de la gente opine eso. Es decir, pensando en la opinión pública. O, simplemente, en hacer los homenajes correctos, o condicionados por características geográficas u otras. ¿En qué caso es necesario hacer esto? Sí, seguramente haya adivinado.

En la elección de los nombres de las calles.

Claro, algunos nombres son fáciles de poner. San Martín, Mitre, Sarmiento, Belgrano, y en general los nombres de próceres argentinos son nombres que se repiten en la gran mayoría de los pueblos y ciudades de nuestro país. Otros nombres, como Rivadavia, Roca, Perón (tanto JD como Eva), Sáenz Peña, Alvear, Saavedra o Avellaneda son menos comunes, pero también se repiten bastante. Es decir que hay una lista más o menos larga de números puestos, nombres que van a aparecer siempre o casi siempre.

Cuando se acaban éstos (cosa que pasa siempre, porque las ciudades suelen tener mucho más que unas pocas calles), se suele seguir por personalidades importantes pero no tan conocidas, como miembros del Cabildo de 1810, políticos prominentes en algún momento histórico, militares (muy común en Argentina), nombres de provincias, batallas, fechas patrias (9 de julio y 25 de mayo a la cabeza). E incluso personas importantes a nivel local: intendentes, dueños de campos, etc. Por ejemplo, en San Lorenzo (cerca de Rosario), las dos avenidas principales (paralelas entre sí) se llaman San Martín y Sargento Cabral. No es poco común que en ciudades del interior las avenidas principales estén dedicadas a los fundadores de dichas ciudades. Como se ve, hay una gran fuente de posibilidades para el que las necesite.

Obviamente, todo esto no tiene validez si se ha optado por la singular y siempre salvadora
Nombrar calles de una ciudad no parece ser más fácil.
Fuente: Guía Filcar
(en estos términos) idea de numerar las calles. Los números son infinitos, así que no hay problema. Ni siquiera se necesita recurrir a negativos, decimales ni nada.


Pero esta ciudad tiene calles nombradas, y resulta que los ejemplos de nombres del párrafo anterior se acabaron, y aún hay calles que nombrar. Peor aún: una ciudad se expandió y se abrieron nuevas calles que, lógico, hay que bautizar. ¿Qué hacemos?, dicen los horrorizados funcionarios de la Municipalidad, el Gobierno de la Ciudad o el organismo correspondiente. Hay que improvisar, es la mejor solución, dicen varios. Y ahí es, señores, donde aparecen las calles que nadie sabe por qué se llaman así.

Así es como entran a nuestro querido nomenclador de calles los Tonelero, Recuerdos de Provincia, Zabala, Monroe (entiendo que no homenajea a Marilyn, pero entonces, ¿a quién?), Quesada, Coronel Díaz (con seguridad, debe haber habido muchos coroneles con ese apellido), Castañares, Patrón, Primo Tricotti, José Murias, y siguen las firmas.

Honestamente, ¿alguien sabe a quién o qué responden esos nombres?

Seguramente, las respuestas estén en oscuros archivos municipales. Pero eso es otra historia.

viernes, 23 de diciembre de 2016

Murales


En la ciudad de Miramar, en el marco de una convocatoria de artistas latinoamericanos, se realizó una serie de murales en el Parque de los Niños de dicha ciudad. No cuento con información acerca de la temática de dicha muestra, aunque parece haber sido sobre la naturaleza y la relación del hombre con ésta.

Había gran cantidad de murales, armados cada uno en una cara de las paredes que se erigieron para ello. Los materiales usados son desde pintura hasta azulejos, mosaicos, alambre, partes de otros objetos (ejemplo: ruedas de bicicleta) y demás. 

He aquí algunos de esos murales (para ver más grandes las imágenes, se pueden abrir en otra pestaña, usando el comando del explorador):











Había, entre todos ellos, un mural dedicado a John Lennon. No es que estuviera hecho por una fecha en particular, pero casualmente el día que saqué las fotos era el 36 aniversario de su muerte. Por eso, lo dejo para el final.


jueves, 10 de noviembre de 2016

¿Por qué viajar?

No debo ser el primero en hacerse esta pregunta. Pero fue en un día laboral poco ajetreado, con tareas más bien rutinarias y que ya dominaba de taquito, cuando mi cabeza, que había estado pensando en una fórmula de Excel y que ya estaba aburrida de ello, llegó a ella. Fue una serie de preguntas, que se inició en un contundente "¿Para qué sirve esto?" y siguió por otros caminos que derivaron en el objeto de esta entrada.

Hoy en día es muy fácil viajar. La enorme cantidad de ofertas de vuelos (hay carteles de las aerolíneas hasta en las autopistas, algo que hasta hace poco no ponsé que podía llegar a ocurrir; es más, diría que la publicidad dominante por estos tiempos es la de viajes y alojamiento) posibilita que sólod debamos elegir las fechas, comparar precios y sacar el pasaje. Todo facilitado por esa moderna costumbre de las cuotas sin interés, todo financiado en varios pagos, como para hacer que la culpa del gasto sea menor y más sobrellevable. Verdadero: en algunos países hay que hacer trámites para poder entrar, trámites que pueden volverse complicados. La gente, de todos modos, los termina haciendo. No creo que haya muchas personas que se hayan quedado sin ir a un lugar por no haber conseguido una visa. Las hay, sí, pero seguramente sean pocas.

Un mes de vacaciones, dos meses, incluso dos semanas. La posibilidad de irse del lugar donde uno vive los restantes días del año. Liberarse de cadenas que nos atan, que nos limitan y que nos marcan por dónde ir. Porque muchas de las costumbres, en realidad, nos llegan por mandato o por imitación. Uno no sabe muy bien qué hacer y, entonces, imita. Y una gran masa de gente no puede estar equivocada (de este tipo de cosas hablé en una entrada anterior, titulada Estereotipos...). Viajar es la chance de romper esquemas, de cambiar patrones, de hacer algo distinto. Ya lo decía Charly: "Si vas a la derecha y cambiás hacia la izquierda, adelante". La letra tiene contenido político, es cierto, pero tiene algo de aplicable a todos nosotros.

Por eso, si tenés la chance, viajá. Probá nuevas cosas. No te resistas. Dar el primer paso es duro, es difícil. Nunca fue fácil romper las cadenas. Pero seguramente el día que aparezcas en otro país, con un bolso y la necesidad de buscar alojamiento y cosas que hacer (eventalmente, trabajo) vas a sentir esa emoción de haber dejado lo viejo, de estar mirando hacia adelante. Y no digo que lo viejo sea malo. Quizás después de un tiempo quieras volver a eso. Pero siempre viene bien despegarse un poco de lo que se tiene y buscar un cambio. Hacer algo distinto por un intervalo de tiempo. Los grandes cambios en el mundo nunca fueron autoría de quienes hacían el dicho "Más vale malo conocido que bueno por conocer" su mantra. No! Esos no cambiaron nada. Fueron simplemente engranajes del sistema. 

Y lo que uno quiere ser no es simplemente un engranaje, ¿no?

Viajá. Conocé. Lugares, gente. Actividades que no se hagan en tu país y que sí sean populares afuera. Quizás te hagas amigos que, más adelante, te den un hogar y una compañía cuando decidas viajar. Y, en el peor de los casos, no conocerás a nadie, pero al menos habrás estado en otros lugares, que, nuevamente, pueden parecerte malos o buenos pero siempre está bueno conocer. Podé responder "me gusta" o "no me gusta" cuando te pregunten, no te veas forzado a decir "no conozco". Sacale todo lo que puedas sacarle al mundo como experiencia. Y, sobre todo, aprovechá el tiempo que tenés sobre la Tierra. El tiempo puede ser bien o mal administrado, pero es irrecuperable una vez que pasó.

Y por nada del mundo utilices la edad como criterio para decidir si viajar o no (como máximo, que sirva para elegir el lugar).

Un simple aporte.

domingo, 27 de marzo de 2016

Reseña de Némesis, de Agatha Christie

¡Buenas tardes a todos! Después de mucho tiempo, vuelvo con otra reseña (yo dije, y si no será motivo de otra entrada, que soy de lectura lenta). En este caso de una muy buena novela policial de alguien que las sabe hacer un poquito bien.





















Tardé bastante en leer este libro, básicamente por dos motivos. El primero, cierta falta de coordinación entre los momentos en que me daban ganas de leer, y los momentos en que podía hacerlo. Me tomé unos dos meses enteros para leerlo, aunque a partir de cierto punto disfruté mucho de su lectura, incluso llegando a leer en el colectivo o subte (cuando lograba sentarme) y en la playa (en un fin de semana largo).

Es que es una novela que, quizás, no es atrapante desde el principio. El primer capítulo resume una serie de recuerdos en que la narradora cuenta, casi en tiempo real, los pensamientos de la protagonista. Todo parece ser una confusión de nombres en su cabeza, que es narrada con gran realismo. Siguiendo, en los primeros capítulos, que vendrían a funcionar como un preámbulo de la historia principal, no pasa naranja. Bueno, no es tan así, pero pasa poco. Se nos presenta un caso policial, sabemos muy poco, no tenemos idea para dónde agarrar…

Pero la cosa se pone un poco más jugosa pasadas las primeras 70-80 páginas (de esta edición). De repente, uno empieza a encontrar datos por aquí y por allá, sucesos, que uno no sabe si son irrelevantes o si en realidad nos dan indicios clave para la resolución del caso. En efecto, la protagonista se irá encontrando con personajes cada vez más relacionados con lo que se está investigando. Una característica que me encantó de esta novela es que, en el medio, se produce un pequeño suceso policial, una especie de caso secundario que es, en alguna manera, funcional a la historia principal. Por un tiempo, el foco está desviado, y eso oxigena la lectura, es como una parada a descansar. Esto no pasa sólo con este hecho aislado: hay, convenientemente distribuidos, capítulos que narran historias secundarias. Como en toda la novela, uno no sabe si estas historias tienen alguna relación o no con el caso. Esta ambigüedad suma muchísimos puntos.

Es interesante notar cómo la sospecha va mutando de un personaje a otro. Siempre la encargada de aventarlas es la protagonista, que pareciera tener gran intuición mezclada, a veces, con cierta maldad. Y en esto me detengo. En un punto de la lectura, es imposible no odiar a Miss Jane Marple, la protagonista. Según su propia definición, es “una vieja cotilla”, y ella misma reconoce que ésta es una de sus mejores armas para desentrañar el hecho delictivo.


“Era curiosa, hacía preguntas y era la clase de persona de la que se esperaba que las hiciera. Podías enviar a un detective privado (…) pero resultaba mucho más sencillo enviar a una anciana con el hábito de curiosear y hacer preguntas, de hablar demasiado, de querer averiguar cosas y que pareciera algo perfectamente natural”.



Y en eso basa toda su investigación. En un punto es imposible no odiar, o al menos no detestar, a esta persona a la que mucha gente no le gustaría tener encima. Calculo que se la puede emparentar (aunque de lejos) con cierta conductora de TV que tiene un programa de entrevistas, muy prestigioso y de ya varias décadas en la televisión argentina. Pero el recurso le termina dando muy buenos resultados. Volviendo a los sospechosos, cada uno de ellos es señalado por Marple sin dar demasiados argumentos, lo que refuerza lo dicho sobre ella.

El final del libro deja otro muy buen concepto. Pensar estereotipadamente puede fallar; puede salir el tiro por la culata. Se presenta un móvil para el delito, acompañado de evidencia empírica, dando a entender que la repetición de hechos llevará a que se produzca otro igual…pero la verdadera razón para que ocurra el hecho investigado termina siendo otra. Un motivo que puede ser muy realista, pero que en la novela no se da como posible hasta que, finalmente, es esclarecido el caso. Todo termina cerrando. Ah, era así, piensa uno. Un final de grandes descubrimientos.

Y ahora, llegamos al final de esta reseña. Si te gustó, dejame tu comentario abajo. Y si no, los palos también sirven

jueves, 10 de marzo de 2016

Parecía inofensiva

No entendía nada. Estaba alelado, tardé en volver en mí.
- ¿Adolfa? ¿Estás bien?
- Ponele que sí. Está oscuro acá – me respondió la voz de Adolfa, evidentemente confundida. Si yo no entendía lo que había pasado, ella menos aún.
- No he perdido ni la billetera ni los documentos – me dije, como para tranquilizarme, luego de palparme los bolsillos. Fue lo único que atiné a hacer, casi instintivamente. Luego, me había quedado inmóvil.
- Menos mal que no los perdiste. Yo tampoco. Pero, ¿para qué nos van a servir acá?
- ¡Más vale que nos sirven!, ¿por qué no deberían servirnos?
- No estamos en el mismo lugar.
- ¿Cómo que no?
- No. Si de algo estoy segura, es de eso. Me podrás decir loca, pero yo sé que no estamos en el mismo lugar.
- Pero, ¿cómo?
- ¿Cómo? ¿Te preguntás cómo? Pensalo – ya su tono de voz era entre desafiante y exasperado.
- No sabemos dónde estamos, no tenemos idea de nada y vos ya me echás la culpa. Así son ustedes.
- No, así somos nosotras no. Permitime recordarte que si no fuera por vos, no estaríamos acá.
- Siempre termino teniendo yo la culpa. ¿Y ahora qué tengo que ver?
- Vos y tu manía de tocar todo. De meter la mano en los lugares donde nadie te pide.
- Toqué un solo botón. Parecía inofensiva.
- “Toqué un solo botón” – dijo Adolfa en tono burlón.- Sí, tocaste un solo botón. Pero no tenías que tocarlo. ¿Quién te pidió que toques? ¿Quién te manda a jugar con las cosas que no conocés? ¿Meterías la mano en la boca de un león? No. Entonces, no tocás máquinas extrañas. Porque si no hacés macanas. Mirá ahora dónde nos metiste.
- Ahh, ¿ahora la culpa la tengo yo por tocar un botón de ese mamotreto todo oxidado y viejo?
- ¡Y sí! ¿No sabías lo que era? ¿No tenías idea?
- No. En las salas de exhibición las cosas generalmente no funcionan.
- Y tampoco hay que tocarlas. Por algo hay cuerdas y carteles por todos lados de “Prohibido tocar”.
- Y a pesar de todo, la gente toca igual. No me vengas ahora, ¿eh?
- ¿Pero no viste el cartel que había arriba de la máquina?
- No, ¿qué cartel?
Sinceramente, no había mirado el cartel. Debía ser uno de esos de “No tocar” o de “Prohibido fumar”.
- ¡Era la máquina del tiempo!
- Estás diciendo cualquier cosa. ¿La máquina del tiempo?
- ¡Sí! ¡Sí! – Adolfa no cabía en sí de la emoción - ¡La máquina del tiempo, hombre! ¡La del tipo este, no me acuerdo cómo era! ¡Sí! ¡Herbert Wells!
- ¡No puede ser! ¿Cómo va a estar en un museo? Esa máquina no existe. Es sólo un cuento.
- ¡Te digo que sí! ¡Y era la que vimos! Al principio yo tampoco lo creí, pero después miré al costado para ver si mencionaba al artista que había armado la maqueta, y vi que había una placa como las de las máquinas reales. Vos sabés, los motores, las máquinas de taller, esas placas que te dicen de la corriente y esas cosas bien técnicas.
- Pará. ¿Vos me estás diciendo que yo activé la mismísima Máquina del Tiempo?
- ¡Sí, eso hiciste! El botón que tocaste era el que la hacía funcionar.
- ¿Y por qué no me dijiste antes? ¿Antes que tocara el botón? ¡Nos podríamos haber ahorrado este lío!
- Es que tampoco sabía en ese momento. Yo me fui dando cuenta después, cuando rememoré las imágenes. De pronto, no podía ser otra cosa. Tenía que ser eso. Todos los caminos llevaban allí. No cabía duda.
- Ahh, claro, no sabías. Y de golpe te cae la ficha ahora. Te das cuenta, ¿no? ¡Estamos en una época distinta? – y de repente una idea se me hizo presente- ¡Ya no estamos en nuestro tiempo! ¡Las cosas que podrían saberse! ¡Podríamos vivir la historia, todo eso que vemos en los libros, sólo en fotos y en lo que nos dicen! ¡Podríamos saber si son verdad o si nos estuvieron vendiendo cualquier cosa todo este tiempo! ¡O conocer cómo va a ser la vida en el futuro de nuestro tiempo! Autos voladores, viajes en cohete, robots hogareños…
- Bueno, ya está. Mucho Asimov me parece, vos – de repente, Adolfa volvía a la realidad. Trataba de ponerle la cuota de racionalidad a la situación, en el momento en el que ésta era menos necesaria.

Pero yo también acabé por bajar a la Tierra. Un griterío afuera me sacó de ese mundo futurista, y comprendí dos cosas. Una, que no importara le época en la que estuviera, si era el futuro, la voz humana no iba a desaparecer. La gente iba a seguir hablando. Eso de alguna manera me tranquilizaba, porque no concebía un mundo sin palabras orales, sin las inflexiones de la voz humana, las tonalidades. ¿Cómo podemos comunicarnos sin hablar? En un lenguaje plano, sin emoción, monótono. O con una voz como la de los robots. Metálica. ¿Es posible un mundo así? ¿Podría alguna vez evolucionar la tecnología de manera que sea innecesaria la voz humana? No, imposible –pensé, meneando la cabeza-. No puede ser así. Nos moriríamos. Estamos hechos para comunicarnos de otra manera. Es biológico.

La segunda cosa que comprendí fue una palabra, que me sonó, después de unos segundos, muy familiar. Porque era una palabra asociada a un evento. Uno solo. Adolfa no parecía preocupada, pero una idea me cruzó la cabeza como un rayo. Ahí estábamos. De todos los posibles lugares, habíamos ido a caer a ese. Y como ya conocía la historia, me di cuenta de que algo había que hacer.
- ¡Adolfa! ¿Dónde estás? Vamos, que hay que salir de acá y subir- le dije, con tono de urgencia.
- Pero…- Adolfa no llegó a decir nada más. Por casualidad, tropecé con ella y la tomé de la mano. La arrastré hasta la puerta, que en estos momentos estaba semiabierta, y por eso podía ubicar dónde estaba. Ella al principio se resistió, pero después aflojó y me siguió. Ya no la tenía de la mano.
El pasillo estaba desierto. A la mitad encontré una escalera y la llevé hasta allí. Subimos, hasta que nos vimos bajo el mismo cielo de la noche. ¡Un frío hacía! Adolfa se quejó, y la verdad que hacían falta un buen par de sacos para guarecerse de la baja temperatura. Al menos, no había viento.

Torcí mi cabeza y lo vi. Era blanco, y muy grande. Aterrorizaba desde esa posición, en la que dominaba todo. Es que, además, era alto. Visiones de los monstruos más siniestros pasaron por mi cabeza. Claro, en la película, no se lo veía tan grande. Apenas parecía un inofensivo resto de pared a medio caer. Pero acá, frente a frente, era otra cosa. Adolfa pareció, de pronto, darse cuenta de algo. Yo, al mismo tiempo, comencé a correr.

- ¡Hay que subir ya! No hay tiempo que perder – le grité en un tono imperativo que no admitía réplica.
- Pero…
- ¡No hay tiempo! ¡Y si alguno se interpone, lo tiramos hacia el costado! No puede ser que no hagan nada. ¡Ni siquiera intentan doblar! ¿No los escuchaste? ¡Parecería como si quisieran que nos choquemos! ¡Hablaron de frenarlo! ¡Y es imposible, ¿cómo frenás esta mole de barco?!
- Nos meteríamos en un problema enorme. Estaríamos cometiendo un delito gravísimo. ¿No sabés lo que puede pasar? ¡No tenemos defensa posible!
- ¿Preferís que te juzguen en tierra los hombres, o que los peces te contemplen en el fondo del mar?

Ante esto, Adolfa se quedó callada. No encontró la réplica adecuada a tiempo. Yo ya estaba subiendo la escalera que llevaba al puente. Ella, aunque hesitando al principio, me siguió. Casi no sabía lo que estaba haciendo cuando, de un empellón, abrí la puerta del puente, que sorprendentemente estaba sin asegurar. El capitán no estaba allí. Adolfa se quedó vigilando la escalera, mientras yo giraba la rueda del timón hasta que llegó al tope. En ese momento, llegó el capitán. Del desconcierto, se quedó parado en la puerta, sin atinar a hacer nada.


Minutos después, el gran transatlántico, casi sin quererlo, esquivaba el iceberg.